Puerto de Madrid: 21 meses en el Centro de Salud Mental

Dicen que en los puertos se condensa la vida de toda una ciudad. Desde primera hora de la madrugada hasta bien entrada la noche, la vitalidad de sus gentes inunda todo el ambiente y, como la sal en las rocas, se adentra en el corazón hasta del viajero más desmoralizado. Los puertos son, a la vez, un lugar eterno y un espacio de constante tránsito. Pese a las llegadas, las despedidas, las tormentas y las mareas, el puerto permanece como un bastión perenne cuyo espíritu alienta a quien parte a un destino incierto y acoge a quien retorna buscando cobijo tras un largo viaje.


Puedo decir que he tenido la fortuna de conocer un puerto muy especial. Y digo especial porque se trata de un puerto sin mar. Aún recuerdo mi confusión al llegar. Ingenuamente, me preguntaba qué narices podría aprender alguien sobre navegación en un lugar tan alejado del océano. Sin embargo, con el paso de los meses, he podido entender por qué la suerte me trajo a un sitio tan particular.


Y es que en este puerto, como en aquellos que rememoro de mi infancia, he visto proteger, he visto reparar y he podido apreciar lo que significa el verdadero trabajo en equipo. He visto recibir con brazos abiertos a quien vuelve buscando refugio de la tormenta y he visto despedir, con pena y esperanza, a quien emprende un nuevo viaje. He aprendido lo que significa la verdadera artesanía de lo cotidiano, y que los barcos se mantienen a flote no con grandes maniobras y virguerías, sino con ese robusto y fino material que se esconde bajo el agua y resulta invisible desde la superficie. Un material que se construye entre todas y cada una de las personas que conforman y dan vida al puerto que hacemos cada mañana.


También he aprendido que, lejos de mapas minuciosos y medidas perfectas, el camino lo marca el vaivén del oleaje, el caprichoso viento soplando a favor y, sobre todo, las personas con las que todos los días tenemos el privilegio de sentirnos acompañadas.


Porque lo caracteriza a un puerto, al final de todo, no son los barcos, las gaviotas o el mar. Puerto es aquel lugar al que, en la realidad o la imaginación, uno siempre puede volver. Volver a refugiarse, a compartir, a lamentar, ¡a quejarse! y, sólo después de eso, a volver a soñar juntas, zarpando a la mañana siguiente con nuevas esperanzas infundidas.


Tras casi dos años aquí, ahora me toca despedirme a mi. No es ningún secreto que estas semanas me he sentido bastante triste pensando en mi marcha, y escribir esta carta que hoy leo me ha resultado especialmente difícil. Pese a ello, también reconozco que me ilusiona pensar en los nuevos aprendizajes que me esperan y, como dice la canción, en que habrá más allá del horizonte al que ahora dirijo mi rumbo. Puede que el viaje sea incierto, pero sé que aunque venga la tormenta, aunque me pueda perder o no tener claro cuál será mi destino, siempre recordaré con inmenso cariño y agradecimiento cuál fue mi punto de partida. 


Así que gracias a Gema, Paco, Bea, Natalia, Alberto, Mar, Eva, Rocío, Xiana, Víctor, Diana, a las dos Isas, Flor, Marta, Lucía, Alba, Cristina, Tomi, Pilar y a todas mis compañeras residentes que están y que se han ido, por compartir las ilusiones y disgustos de nuestras primeras travesías. Las palabras no pueden expresar lo agradecido y en deuda que me siento con todas y cada una de vosotras. Lo único que tengo para devolveros hoy es esta metáfora y una quiche, y espero que me podáis perdonar si lo restante me lo llevo conmigo para que me acompañe en el camino.


Gracias y hasta siempre, mi querido Puerto de Madrid. 

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Compañeiras nos soños do Edén, ​

Unha illa no medio do mar, ​

Que iluminan o loito máis negro, ​

Que esquece o desterro e o medo a loitar. ​

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